Indignación
CHANTAL MAILLARD 15/10/2011 EL PAIS
Aplaudo la indignación democrática, siempre que sea coherentemente democrática: el demos, el pueblo, en época de globalización, se extiende mucho más allá de nuestras pequeñas fronteras, personales y políticas. No estamos en 1944, tampoco en 1968. Los derechos universales han de ser entendidos y defendidos, ahora, globalmente, sin excepción de pueblos ni de razas, humanas y no humanas, pues lo que afecta a uno sólo de los seres del planeta nos afecta a todos.
Me indigno porque hablar, hablamos mucho, pero ¿daríamos un ápice de nuestras comodidades diarias por salvar a un inocente cuando éste no es "de los nuestros"? ¿De verdad? Siempre que trazamos fronteras, éstas nos hacen ser entidades mezquinas.
Me indigno cuando nos indignamos por un recorte de nuestros sueldos pero no lo hacemos por los dos millones y medio de desplazados que mueren de hambre en los campos de Somalia.
Me indigna que no nos indignemos y pidamos responsabilidades a nuestros Gobiernos, a los que tal vez podríamos acusar de genocidio por omisión. Pero claro, tenemos otras prioridades.
Me indigna que consideremos que esto no nos atañe y que recibamos al rey del Vaticano (¡qué poco y qué mal recordamos la Historia!) con bombos y platillos. ¿Por qué no darían los cristianos el coste de su fiesta papal para evitar la muerte de una parte de estos dos millones y medio de personas? Me indigno cuando las sectas se indignan bañadas en su hipocresía.
Me indigna que la mayor parte de la población veamos aproximarse el desastre sin variar en nada nuestra forma de vida consumista.
Me indigno porque no acabamos de considerar a los demás seres de este planeta como semejantes. Porque hay que seguir pidiendo perdón por pensar que un animal es uno de nosotros y por decir en voz alta que son mejores que nosotros.
Me indigna que no sintamos en nosotros al animal, al auténtico animal, clamando por un poco de sosiego.
Me indigna que no nos alcemos más alto y desenmascaremos esta farsa que llamamos democracia cuando sabemos pertinentemente que el sistema no funciona, que no votamos a quienes queremos que gobiernen sino que más bien participamos en un torneo preparado por quienes controlan económicamente el circo de las candidaturas y sus ferias electorales. Y sabemos, también, que no hay ideal ni sabiduría en la mayor parte de quienes pugnan por representarnos sino, todo lo más, la pericia del jugador que participa, conscientemente, en un juego amañado por las grandes empresas, frente a las que no todos los políticos tienen el arma que conviene: un espíritu educado en la templanza y otras virtudes necesarias para calmar el ansia.
Y ¿qué hacer? ¿Qué modelo inventar?
Clamar por la sabiduría. Educar a un niño poniendo a su alcance los medios para la más alta comprensión. Mirar hacia otros pueblos: los últimos supervivientes de las selvas tropicales, Bhutan tal vez, pueblos felices, si los hay. Aprender de ellos, de su felicidad: su eudaimonía: la buena (eu) voz interior (daimon), el buen-estar. El buen daimon es algo con lo que se nace, pero se ausenta en cuanto uno insiste en procurarse un bienestar calculado en forma de pertenencias y derechos adquiridos. El Estado de bienestar se sostiene sobre un paquete de derechos adquiridos a costa de otros, de muchos otros, y a los que no estamos dispuestos, al parecer, a renunciar. No hay felicidad que se asiente sobre tales bases.
Urge pensar en formular otro tipo de Gobierno, que no sea precisamente del demos: gremial y etnocéntrico, ni tampoco se sostenga en el krátos: el poder, sino en la comprensión, la compasión y el conocimiento.
Chantal Maillard (Bruselas, 1951) ha publicado este año Bélgica. Cuadernos de memoria. Pre-Textos. Valencia, 2011. 344 páginas. 25 euros.